Hola amigos soy Luis, y todavía tengo grabada en la memoria aquella noche en las sierras de Córdoba con mi amigo Daniel.
Daniel es camionero, morocho, hincha de Boca. No es de esos grandotes rudos que parecen de película, pero tiene un temple que siempre me llamó la atención: no le conoce el miedo.
Estábamos cebando mate en la cabina cuando me dijo:
—Che, Luis… ¿qué te parece si vamos a ver la casa esa? La de las cadenas. Dicen que hay un fantasma que arrastra hierro por dentro.
Yo me reí nervioso, como para disimular que no me hacía gracia la idea. Pero acepté. Llevamos unos sánguches y nos largamos por la ruta.
La noche estaba cerrada. Las curvas de las sierras se volvían cada vez más apretadas, y el monte, negro, se pegaba al parabrisas como una sombra viva. La casa apareció de golpe, encajada en la montaña como un diente podrido. Ventanas rotas, paredes desmoronadas, un silencio tan espeso que parecía que hasta el viento había decidido no entrar. Caminamos con la linterna, revisamos cada rincón. Nada. Ni cadenas, ni sombras.
Comimos un poco en la cabina y, entre risas que eran más nerviosas que otra cosa, pegamos la vuelta.
Fue ahí cuando lo vimos: un pibe en la banquina, levantando la mano. Flaco, con ropa gastada, parecía salido de otro tiempo. Yo dudé, pero Daniel dijo enseguida:
—A estos pibes hay que llevarlos. Hay que ser solidario. No es bueno andar solo en las sierras, y a esta hora menos. ¿Dónde va a conseguir un colectivo?
Y sin darme tiempo a contestar, frenó.
El chico subió en silencio, cargando una mochila chica. Apenas se sentó, sentí cómo el aire de la cabina se ponía más pesado. Avanzamos unos kilómetros y, sin que le preguntáramos nada, empezó a hablar:
—En esa casa… la que está allá atrás. Se escucha de noche un alma arrastrando cadenas. Nunca descansa.
Yo tragué saliva. Miré a Daniel buscando una reacción, pero él solo apretaba el volante, tranquilo, sin miedo. El pibe seguía hablando con una voz grave, como si no estuviera contándonos algo, sino recordando.
Los kilómetros pasaban lentos. La ruta estaba desierta, ni una sola luz, ni un auto. Solo el camión, la montaña y esa voz contando lo mismo que habíamos ido a buscar.
De repente, dijo:
—Déjenme acá.
Daniel frenó despacio. Era mitad de sierra, pura oscuridad y silencio. El chico bajó, dio unos pasos en la banquina y levantó la mano para saludarnos.
Ahí lo vi, iluminado por los faros del camión: no tenía ojos. Solo dos huecos negros, vacíos, como si se los hubieran arrancado.
—¡Arrancá, Daniel! —grité con la voz quebrada.
Daniel metió cambio y aceleró, sin perder la calma. Yo, en cambio, no podía dejar de mirar por el espejo. El chico seguía ahí, quieto, con la mano levantada.
La ruta siguió en silencio. Nadie habló más. Entre Daniel y yo había algo raro: no miedo exactamente, sino una tensión callada, como cuando dos hombres saben que compartieron pero no deben contarlo, algo que nadie más entendería.
Desde esa noche, cada vez que recuerdo el viaje, me tiemblan las manos. Daniel nunca volvió a mencionarlo. Yo tampoco. Pero en lo más hondo, sé que lo que vimos fue real. Y que en las sierras de Córdoba hay algo que nunca descansa…
Aporte anónimo adaptado por
Sergio Alejandro Cortéz - Poeta.
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