miércoles, 1 de octubre de 2025

La palabra guerra Relato/cuento

La palabra guerra


La palabra guerra Comida a cambio de guerra Autor: Sergio Alejandro Cortéz Tenía ocho años cuando mi padre nos llevó en un carro tirado por caballos grises a una fiesta popular. El camino era muy largo: diecisiete kilómetros aproximadamente de polvo y sol, pero todo el pueblo fue. Nadie quería perderse ese día, porque corría la voz de que iban a dar de comer locro. Para nosotros, un plato caliente no era costumbre, era un milagro. Había familias que, en la semana, apenas juntaban un poco de harina con agua y lo acompañaban con lo que hubiera. La carne era un lujo que se veía más en las palabras que en la mesa. Los niños caminaban descalzos, las madres cargaban a los más pequeños en brazos y los hombres avanzaban en silencio, como si esa caminata fuera un peregrinaje hacia algo más que un plato de comida. Al llegar, nos dieron medio plato a cada uno. Medio plato, como si hasta en la generosidad hubiera medida. Pero la gente sonreía, porque con hambre hasta el poco parece banquete. Sonaba la guitarra, alguien hacía sonar el bombo y, por unas horas, el pueblo entero se olvidó de la escasez. Un hombre con traje subió a un altar improvisado. Se acomodó el saco, habló fuerte y prometió que se iba a construir una escuela. Los aplausos estallaron como si ya estuviera hecha, como si el edificio blanco y nuevo estuviera ahí, delante de todos. Mi padre me acarició el cabello con firmeza, como queriendo grabar el momento en mi memoria. Yo no entendía mucho, solo recuerdo el sabor del locro, el sol cayendo y la esperanza en los rostros de los vecinos. Pasaron los años. Ahora tengo treinta, aunque todos repiten que en verdad tengo dieciocho. Nunca lo entendí bien. Para mí, siempre crecí antes que el tiempo. Una tarde mi padre me dijo: —Vamos a caminar. Quiero mostrarte algo. Ese primer día caminamos juntos hasta el mismo lugar donde había sido la fiesta. El aire ya no olía a guiso ni a humo de leña, sino a pólvora y aceite quemado. No había guitarras ni bombos ni promesas. Había soldados, tanques, y un campo tomado por uniformes. El sitio donde habían repartido medio plato de comida era ahora un campamento de práctica para la guerra. Mi padre me tomó del hombro y dijo con voz firme: —Mañana vendrás solo, hijo. A las doce del mediodía. Tu madre te dará pan casero y el guiso. Estoy cansado de comer siempre lo mismo: locro. Asentí sin pensar, como si todo fuera un juego de aventuras. Esa noche, mientras me acostaba, escuché a mis padres hablar en la cocina pequeña de adobe. —No es necesario —dijo mi madre con voz rota—. Él no va a entender la palabra “guerra”. Nunca va a crecer, siempre será un niño. —Tiene dieciocho —contestó mi padre—, aunque crea que tiene treinta. Debe hacerlo. Es hora de que vea. Yo, escondido detrás de la puerta, entendí que hablaban de mí. Y sentí un nudo en el pecho que no supe nombrar. A la mañana siguiente, mi madre me entregó la vianda. El pan estaba tibio, el guiso todavía humeaba. Cuando me lo dio, tenía los ojos enrojecidos. Me acarició la cara, pero en su caricia había llanto de madre escondido. —Llévaselo a tu padre —me dijo. Salí. El camino era recto, de ripio, imposible perderse. Los árboles al costado parecían más tristes que de costumbre. El viento levantaba polvo y me golpeaba en la cara, como si quisiera detenerme. Mientras avanzaba, unos aviones rugieron en el cielo con estruendo de apocalipsis. Nunca antes habíamos visto aviones en el pueblo. Parecían garzas negras escondiéndose en las nubes. Pensé que a mi padre le gustaría verlos, que quizá me explicaría cómo funcionaban. Seguí. El pan y la comida viajaban conmigo, como un tesoro. En el horizonte, una columna de humo se levantaba lenta, espesa, como un dedo acusador. El aire se volvió áspero, olía a hierro, pólvora y ceniza. Cuando llegué, el campamento ya no estaba. Solo había ruinas, escombros, tierra quemada. El suelo abierto como si hubiera tragado hombres y máquinas. Me detuve, abrazando la vianda. Llamé en voz baja: —Papá… Nadie respondió. Caminé entre restos retorcidos, esperando verlo salir de algún rincón, con su sonrisa firme, con su mano lista para acariciarme el cabello. Pero no apareció. De repente, entendí algo que nunca había querido entender: todo aquel tiempo de “preparación” había sido un engaño, como la escuela prometida que jamás se levantó. Nos daban medio plato de locro, nos hacían aplaudir discursos, y después mandaban a nuestros padres a un frente que nadie eligió. Regresé con la vianda intacta. El pan se había endurecido, el guiso se había enfriado. Pero yo lo llevaba como si todavía pudiera cumplir la misión. Mi madre me esperaba en la humilde puerta. Cuando me vio llegar solo, dejó caer el cántaro de agua que tenía en la mano. Corrió hacia mí, me abrazó fuerte, como si quisiera meterme dentro de ella para salvarme de algo. Y lloró. Lloró no solo por mi padre, sino porque supo que yo había visto demasiado. Lloró porque entendió que ya no podía protegerme de la palabra que más temía: guerra.
Sergio Alejandro Cortéz -Poeta
La palabra guerra

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