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jueves, 11 de septiembre de 2025

Saber decir relatos de terror de Traslasierra

 

Perfecto 🙌, entiendo: querés que la leyenda quede en primera persona, con el tono testimonial intacto, pero cuidando la escritura y la coherencia, sin perder su fidelidad. Te paso la versión corregida y pulida:



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🕊️ La Animita o Monjita Blanca – Ave de Traslasierra


La monjita blanca, también llamada viudita blanca, es un ave pequeña y solitaria, de plumaje blanco brillante. Siempre anda sola. Nunca se la ve en pareja. Tiene ojos oscuros, patas negras, un pico corto y afilado. Sus alas llevan bordes negros intensos y la cola es corta. En distintos lugares recibe otros nombres: Nievecita de los Andes, boyerito blanco, virgencita o simplemente viudita.


La gente dice que camina entre las cabras, como buscando al pastor. Que es un alma en pena, un ave sagrada. Su canto es triste y dolido. Nadie se atreve a lastimarla porque creen que trae mala suerte, que representa la pureza y guarda un misterio espiritual.


✨ Mi testimonio (1964)


Yo tenía como ocho años. Fue en 1964. Andaba con la honda por la línea de corriente que pasa por la cajuela de San José, camino a los Cerrillos, en Traslasierra.


Mi casa era un rancho de horcones, rodeado de jarrillas. La puerta daba al norte, tirando al naciente.


Ese día vi una animita blanca posada en los cables. Aunque me habían advertido que era malo, le tiré piedras con la honda. Mientras lo hacía, le hablaba en broma:

—“¡Vos me has comido una bolsa de papas, por eso te hondeo!”


Era un juego de chico, pero en el fondo sabía que estaba haciendo algo prohibido. Nunca la maté, pero fue la primera y última vez que le tiré.


Esa noche había luna llena, parecía de día. Me desperté como a las tres de la madrugada. Desde mi cama vi, junto a la puerta, una figura pequeña, del tamaño de un muñeco. Vestía de blanco, brillaba, pero no se le veía la cara: era como si la tuviera detrás de un vidrio.


No sentí miedo, pero sí culpa. Me tapé hasta la cabeza. Pasaron unos minutos. Volví a mirar y esa figura estaba al borde de mi cama. Me volví a tapar. Horas después, cuando me animé a mirar de nuevo, ya no estaba.


Nunca más le tiré a una animita.



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📚 Relato recopilado por Sergio Alejandro Cortéz

Traslasierra, Córdoba, Argentina

Serie: Leyendas cortas de aves de Traslasierra





LA AMARILLITA (Novela de Terror Psiclógico)

 Capítulo 1: La Sombra Amarilla



La noche se dormía sospechosa sobre el puente de concreto. Abajo, el frío envolvía a tres figuras que se fundían con la penumbra: dos niños y un gato. De repente, una silueta amarilla cruzó velozmente: una mujer elegante, vestida con un vestido amarillo brillante, conducía un automóvil repleto de regalos y víveres recién adquiridos. Era conocida como La Amarillita, famosa en el pueblo por su peculiar vestimenta, un color que, según su fe, la acercaba a lo divino. Para ella, el amarillo simbolizaba pureza.


Los habitantes del pueblo, al ver su cargamento, supusieron que era un gesto de bondad hacia los huérfanos del accidente reciente. Una pareja adinerada había intentado adoptarlos, pero La Amarillita, respaldada por su iglesia, se opuso con fervor, invirtiendo recursos en su defensa. La gente, al ver su abundancia de compras, asumió que eran para los niños.


Sin embargo, La Amarillita solo pasó como un destello fugaz por el puente. La verdad se reveló al llegar a su hogar: los obsequios eran para sus propios hijos consentidos. Con orgullo, les proclamó:

—¡Hoy salvé a dos niños! Les he alejado de ser adoptados por una pareja del mismo sexo; eso es un pecado ante Dios.


Mientras tanto, los niños, sin refugio ni calor, se acurrucaban bajo el puente helado, junto a su fiel gato, sin sospechar que la oscuridad que los rodeaba era apenas un reflejo de la que habita en el corazón de quienes deciden el destino de otros.



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Capítulo 2: El Gato Danubio


Al despuntar el amanecer, Danubio, el gato de ojos cansados y cuerpo delgado, se deslizó con sigilo desde el oscuro refugio bajo el puente, donde los dos niños dormían entre sueños inquietos. El frío calaba hasta los huesos, y cada ráfaga de viento parecía recordarle su hambre y vulnerabilidad. Guiado por el instinto, se acercó al río, buscando algo que llevarse a la boca.


Esa mañana, La Amarillita, inmersa en su rutina, se dirigía a su trabajo en un pequeño supermercado. Su presencia en la calle era un relámpago amarillo, brillante y perturbador, contrastando con la sombra gris del pueblo. Al doblar una esquina, frenó bruscamente: Danubio estaba en medio del asfalto, temblando y desamparado. Sin dudarlo, lo recogió y lo acomodó en su auto, continuando su trayecto con una mezcla de irritación y satisfacción silenciosa.


Durante el día, Danubio permaneció en la oficina del supermercado, un lugar tibio que ofrecía un respiro del frío exterior. Al finalizar su jornada, La Amarillita lo llevó a su hogar, con la sonrisa cuidadosamente construida que ocultaba su verdadero pensamiento: cada acción debía fortalecer su imagen de benefactora, sin importar la verdad.


—Hijos míos —dijo con entusiasmo—, miren lo que he encontrado.


Tomó una foto del gato y la publicó en redes, describiéndolo como un alma perdida que necesitaba un hogar. La publicación generó una ola de comentarios: la gente reconoció al gato y lo asoció con los huérfanos. Sin embargo, La Amarillita ocultó la verdad: ya conocía al animal; lo presentó como un hallazgo fortuito, reforzando su narrativa de heroína.


Cada “me gusta” alimentaba su ego, mientras Danubio, sin entender la lógica humana, se acurrucaba entre sus manos, ignorante del peligro que acechaba en quienes deciden quién merece cuidado y quién no.

Capítulo 3: Consecuencias del invierno


El pueblo despertó con un murmullo creciente, una inquietud que se filtraba por las calles como un aliento frío. Nadie podía olvidar al gato ni a los niños, ni el destello amarillo que flotaba sobre el puente. Preguntas susurradas sobre Danubio recorrían cada rincón, mientras la verdad permanecía oculta tras la sonrisa impecable de La Amarillita:

—Lo encontré en el puente —respondía con naturalidad.


Nadie sospechaba que los niños seguían desamparados, abrazados al frío y al silencio, mientras la noche se cerraba sobre ellos como un monstruo acechante.


La Amarillita, intoxicada por su triunfo, se sentía una heroína. Con el respaldo del pastor y de su iglesia, había frustrado la adopción de los huérfanos. Su victoria se construyó con panfletos, pancartas y una multitud obediente y comprada. Los jueces, ciegos ante la realidad, fallaron a su favor.


Esa noche, el invierno reveló su rostro cruel e implacable. Bajo el puente, Tadeo se rindió lentamente al frío, su respiración cada vez más débil, mientras Eliseo se aferraba a su hermano, temblando y exhausto. La sombra de la muerte se arrastraba silenciosa, aguardando el momento exacto para reclamarlo todo.


Al amanecer, la noticia golpeó al pueblo como un martillo: un niño muerto, otro al borde del abismo. La tragedia era imposible de ignorar, pero para La Amarillita, su consciencia permanecía intacta. En su mente, había salvado a los niños de una amenaza moral, y eso justificaba cualquier consecuencia.


Un reportaje televisivo la confrontó. La reportera, con mirada penetrante, le preguntó cómo justificaba su campaña mientras los niños quedaban desamparados. La Amarillita respondió con fanatismo helado:

—Este niño murió porque la familia que quería adoptarlo era desviada. Dios se llevó a este angelito al cielo. Debemos orar por el otro niño.


Cada palabra era un cuchillo invisible que atravesaba a quienes la escuchaban. Para limpiar su imagen, anunció que adoptaría a Danubio, entregándoselo a sus hijos, mientras la vida de Eliseo pendía de un hilo.


En medio del caos, una familia humilde decidió acoger a Eliseo. Cinco hijos adoptivos y sus padres le ofrecieron refugio, pero la sombra de la pérdida y la injusticia lo seguía como un espectro. Cuando preguntó por Danubio, la negativa de La Amarillita fue un golpe helado: la crueldad disfrazada de devoción y amarillo había vencido a la compasión, dejando tras de sí un frío imposible de ignorar.



SERGIO ALEJANDRO CORTÉZ