Paraguas verde
Dicen que abrir un paraguas dentro de una casa con techo trae mala suerte. Tal vez sea verdad. Tal vez fue eso.
El mío, sin embargo, era distinto: lo había comprado en una feria americana, pero estaba nuevo, brillante, flamante como recién salido de un sueño de hadas. Verde intenso, como una memoria que todavía no sé si viví o inventé.
Una vez fui con mi otro yo en busca del festival de los perdices negras. Íbamos en patines controlados por la voz, y como la mía siempre fue tan baja y temblorosa, terminamos perdiéndonos entre calles de pastos que parecían doblarse sobre sí mismas. A veces los patines avanzaban solos, como si obedecieran a un murmullo que yo no lograba reconocer.
—Descansamos aquí —me dijo mi otro yo, señalando una estación de café abandonada, o al menos eso parecía.
El lugar olía a polvo nuevo y a hierro mojado por el arcoíris, pero había rastros de vida. Entre papeles húmedos y bancos oxidados encontramos algo inesperado: En una cajita de lujo y limpia, bollitos de pan envueltos en servilletas y una caja de peras algo golpeadas, pero muy dulces y amarillas. Nadie vigilaba, nadie custodiaba nada. Solo el eco de lo absurdo. Así que comimos, como si aquel silencio nos hubiera puesto la mesa servida.
Mientras mordíamos, sentí una extraña calma. El pan sabía a infancia en el patio de mi casa y la pera a un futuro imposible de lo que no logré en las promesas. Pensé que quizás habíamos llegado, que el festival de las perdices negras no era más que eso: el aroma leve de una fruta en una estación vacía y nada más.
Entonces, de pronto, apareció una cajera bien vestida. No entró como alguien vivo, sino como una figura que ya estaba allí y decidió mostrarse. Llevaba el uniforme perfecto y una boleta en la mano. Se sirvió también un pan y una pera, como si fuera lo más normal del mundo, y con la boca aún ocupada nos dijo:
—Deben abonar.
Yo la miré sin entender. Ella me sostuvo la mirada, y luego, con un tono más bajo, agregó:
—Recuerdo que tú antes tenías mucha suerte. No te dolía tanto la cabeza, no delirabas tanto. Y ahora, con ese paraguas nuevo que se dio vuelta con el viento, te ha llegado la mala suerte. Ni siquiera tienes para pagar una pera.
Quise defenderme.
—Sí tengo —dije, casi con orgullo y apurado.
Pero al meter la mano en el bolsillo solo encontré gotas. Agua, nada más. Gotas que parecían multiplicarse y restarse en mi palma, como si el paraguas hubiera guardado dentro de mí toda la lluvia del mundo y nunca sirvió para cubrirme de la tormenta del destino.
—Tienes razón… —murmuré, más para mí que para ella—. Tiene razón…
El silencio se volvió pesado y angosto. La cajera ya no estaba, o tal vez nunca estuvo. Mi otro yo se había quedado quieto, mirándome sin parpadear. Y de golpe, los patines se activaron solos, como si hubieran escuchado una orden que yo no pronuncié. Me arrastraron a toda velocidad, bajo la lluvia.
El paraguas, vuelto del revés, era una carcajada verde agitándose contra el viento. Yo no lo sostenía: era él quien me llevaba. Cada gota que caía se mezclaba con las que llevaba en el bolsillo, y juntas parecían querer borrarme de adentro hacia afuera.
La ciudad se difuminaba a lo cerca. Los carteles parecían deshacerse como tinta mojada. Y entre todo ese correr sin rumbo, escuché todavía la voz de la cajera, repitiéndose en mi cabeza:
"Antes tenías suerte. Ahora solo tienes gotas."
Y así seguí, patinando contra el aguacero, sin saber si buscaba salir o hundirme más en ese verde torcido que me cubría como un destino.
SERGIO ALEJANDRO CORTÉZ
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