📖 La Capibara que quería ser Astronauta
Capítulo 1: Laurita mira la luna
Había una hermosa vez, a orillas de un río ancho y sereno, una capibara chiquita llamada Laurita. Desde el día en que abrió los ojos por primera vez, Laurita sintió una fascinación especial por el cielo. Mientras otras capibaras bebés jugaban a chapotear en el agua del río o dormían largas siestas bajo la sombra de los sauces, Laurita prefería levantar la cabeza y quedarse mirando la luna o las estrellas.
Era tan pequeña que todavía no podía hablar bien, pero emitía balbuceos y sonidos extraños que su madre, Laurota, interpretaba con amor.
—Mamá, cuando sea grande quiero viajar allá arriba —decía Laurita en su propio idioma de bebé, señalando con la patita hacia la luna.
Laurota sonreía y le acariciaba la frente con ternura.
—Ay, Laurita… las capibaras no viajan a otros planetas. Nuestro destino es más tranquilo: quedarnos junto al río, tomar mates, comer galletitas de maíz y disfrutar de la hierba fresca y verde.
Pero Laurita no se conformaba con esa respuesta. Tenía una chispa especial en los ojos, un brillo que parecía encenderse en estrellas cada vez que miraba al cielo nocturno. Cuando todos dormían, ella se quedaba despierta contando astros. Inventaba nombres para cada una: “la estrellita Zanahoria”, “la estrellita Sombrero”, “la estrellita Juguete Perdido de una leoncita”. Y en su imaginación esas estrellas no estaban solas, sino rodeadas de mundos mágicos y secretos.
Una tarde, después de mirar mucho tiempo la luna reflejada en el agua del día, Laurita decidió que había llegado el momento de prepararse para su viaje espacial. Tomó una caja de cartón rota, unas ramas secas, un par de telas viejas y construyó su primer cohete. Claro que no volaba de verdad, pero para ella era brillante y muy poderoso, listo para despegar hacia lo desconocido.
Cuando Laurota la encontró empujando aquella caja, suspiró.
—Hijita, ¿a dónde crees que vas con esa cosa?
—¡Al espacio, mamá! —contestó Laurita inflando el pecho con orgullo—. Voy a ser la primera capibara astronauta.
La mamá sacudió la cabeza, entre divertida y preocupada.
—No es necesario irse tan lejos, Laurita. El universo también cabe aquí, donde estamos nosotras.
Pero Laurita ya había tomado una decisión. Preparó una valijita de tela y guardó allí sus “cosas importantes para el espacio”:
una linterna, a la que llamaba “mi hermoso sol portátil”;
un cuaderno, para anotar todo lo que descubriera;
y un mate chiquito, porque según ella “ni los astronautas pueden vivir sin compartir un buen mate”.
La noticia de que Laurita quería ser astronauta corrió entre los animales de la orilla. El loro Pancho se burlaba diciendo:
—¡Ja, ja, ja! ¿Una capibara astronauta? ¿Y con qué cohete? ¿Con un tronco del río?
La tortuga Milagros, en cambio, la animaba:
—No te rías, loro. Soñar es el primer paso para ir lejos.
A partir de entonces, Laurita pasó sus días construyendo, inventando y soñando. Dibujaba planetas en la arena, pintaba estrellas en hojas de banana, imaginaba diálogos con marcianos amistosos.
Cada noche, antes de dormir, le preguntaba a su mamá:
—Mamá, ¿qué hay más allá de la luna?
Y Laurota, con voz suave, respondía:
—Más allá de la luna hay estrellas, mundos y misterios… pero también hay algo que nunca se acaba: la imaginación.
Aquella respuesta hacía que Laurita se quedara pensativa, abrazada a su cuaderno de exploradora. ¿Podía realmente viajar con la imaginación? Ella quería intentarlo.
Un día, Laurita comenzó a pintar con tizas y carbón las paredes de su habitación. Dibujaba cohetes enormes, constelaciones brillantes, satélites sonrientes. Laurota, al verla tan feliz, no pudo resistirse: tomó un pincel y comenzó a ayudarla. Así, madre e hija fueron creando un universo entero en esas paredes.
El cuarto se transformó en una galaxia mágica. Había planetas de colores imposibles, soles sonrientes y lunas con pestañas largas. Cada rincón brillaba con vida. Y aunque no habían salido de casa, Laurita sentía que cada noche viajaba a las estrellas.
Capítulo 2: El universo pintado en casa
Con el paso de los días, el cuarto de Laurita dejó de parecer una simple y sencilla habitación. Ahora era una galaxia de colores. En una pared brillaban estrellas plateadas hechas con papel de aluminio. En otra, había planetas recortados de cartulina. Incluso un rincón oscuro se convirtió en un agujero negro pintado con trazos negros y violetas.
Laurota siempre estaba cerca, acompañando con paciencia.
—Mirá, Laurita —le decía—. Si mezclamos azul oscuro con un poco de blanco, este planeta parecerá lleno de agua y nubes.
—¡Entonces será el planeta de los mates burbujeantes! —contestaba Laurita, entusiasmada.
Los animales del río comenzaron a visitar la casa solo para ver la “nave espacial” y el universo que crecía en las paredes. El loro Pancho, que antes se burlaba, terminó pidiendo permiso para pintar un cometa con plumas de colores. La tortuga Milagros dibujó un satélite con forma de tortuga. Hasta los peces, desde una pecera improvisada, parecían asomarse curiosos a mirar.
Pronto la noticia se extendió: la casa de Laurita y Laurota se había convertido en un observatorio galáctico. Los sapos venían de noche a cantar bajo los planetas pintados. Los grillos componían música estelar. Y las luciérnagas, volando en círculos, parecían meteoritos brillantes.
Una noche mágica, mientras la luna real iluminaba todo desde lo alto, Laurota le dijo a su hija:
—¿Ves, Laurita? No es necesario irse a planetas lejanos. El universo también puede estar aquí, con nosotras, si lo llenamos de color y de amor.
Laurita la miró con ternura.
—Es verdad, mamá. Tal vez no vuele en un cohete de verdad, pero cada día viajo con mi imaginación. Y lo mejor es que viajo con vos.
Esa frase quedó grabada en el corazón de Laurota.
Con el tiempo, todos los animales del pueblo se unieron a la gran aventura. Cada familia pintó una parte del mural galáctico. Había soles sonrientes, estrellas fugaces, anillos de Saturno hechos con tapas de ollas viejas, y hasta un planeta dedicado al dulce de leche, pintado por un oso hormiguero goloso.
Finalmente organizaron una gran fiesta estelar. Hubo mate, galletitas, frutas frescas y música de grillos. El loro Pancho dio un discurso cómico, la tortuga Milagros cantó una canción lenta como el paso del tiempo, y Laurita, subida en su cohete de cartón, habló con emoción:
—Yo quería irme lejos para descubrir otros mundos… pero descubrí que el planeta más hermoso es este, el nuestro, cuando lo llenamos de sueños juntos.
Laurota la abrazó con lágrimas brillando en los ojos.
—Ese es el secreto, hija mía. El planeta más importante siempre es el que habitamos.
Desde aquella noche, Laurita siguió soñando con las estrellas, pero comprendió que no hacía falta salir del planeta Tierra para ser astronauta. Porque ya lo era: había aprendido a viajar con la imaginación y con el corazón.
Y así, bajo un cielo real de estrellas y rodeada de amigos, Laurita, la capibara soñadora, descubrió que el universo más grande se encuentra siempre en el amor compartido.
✨ Fin
idea Original Sergio Alejandro Cortéz.

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