martes, 16 de septiembre de 2025

El soldado volador

 

El soldado volador y las travesuras de la urbe desconocida

Yo era un soldado volador en la urbe desconocida del tiempo y los sueños. No era un héroe de historias épicas ni un guardián de gobiernos secretos; mi mundo era mucho más simple y sencillo, y a la vez más complejo y misterioso: un universo de tejados, nubes de polvo y de azúcar, tendederos que colgaban de los balcones como telarañas, y callejones que olían a pan recién hecho por madres y madrinas y metal oxidado. Mi traje de vuelo era mi único poder visible: unas turbinas que rugían bajo mis pies, permitiéndome elevarme, girar y desaparecer entre la bruma urbana desconocida con la agilidad de un pájaro muy juguetón.

Ese día había rumores de muchas travesuras en la plaza central del barrio: un grupo de niños, expertos en bromas origínales, tramaban algo que nadie más debía descubrir. Mi misión, silenciosa y delicada, consistía en observar, analizar y, si era necesario, intervenir… aunque no había reglas escritas sobre cómo un soldado volador debía enfrentarse a un ejército de traviesos de ocho años del barrio.

Aterrizaba entre sombras y nubes de polvo, moviéndome con un súper cuidado para no delatar mi presencia. Un crujido de madera me hizo detenerme: casi me descubren aquel día. Mis turbinas rugieron un segundo mientras ascendía, me desplazaba hacia los costados y luego hacia atrás, hasta encontrar cobertura detrás de un tendal de ropa que ondeaba con la brisa de los horizontes. Desde allí, podía verlos: mochilas rebosantes de harina, globos de agua y una creatividad que desbordaba sus risas ahogadas en susurros traviesos.

Me escondí detrás de la nube de polvo con forma de nube del cielo y observé. Cada movimiento, cada gesto, cada carcajada contenía una emoción pura. Ellos no sabían que yo los vigilaba, que un soldado volador se deslizaba entre las sombras para descubrir su estrategia secreta y traviesa.

Los niños de 8 años empezaron a desplegar su plan: uno colocaba un globo de agua sobre la reja del vecino más gruñón del pueblo, otro arrastraba un saco de harina barata hasta la puerta de la plaza, y uno más, el más pequeño pero con ojos brillantes, señalaba con precisión los lugares desde donde atacarían. Era un ejército muy diminuto, pero más organizado de lo que mi entrenamiento había previsto.

Entonces decidí acercarme un poco, descendiendo entre un humo de panadería y la luz mortecina de un farol. Mis turbinas zumbaban suavemente mientras flotaba sobre la escena, tratando de no hacer ruido. Sin embargo, un ladrido repentino me obligó a girar hacia arriba, ascendiendo rápidamente, y quedé oculto detrás de la antena más alta de la cuadra. Desde allí, podía contemplar toda la plaza como si fuera un tablero de juego.

Cada travesura que observaba me llenaba de una mezcla extraña: ternura y dolor. Dolor por los inocentes atrapados en la inocencia misma de su diversión, y ternura porque, a pesar de todo, el mundo podía ser todavía un lugar para la imaginación y el juego.

Entonces, algo inesperado sucedió. Una de las bromas salió mal: un globo de agua cayó en la cabeza del vecino equivocado, quien salió gritando y persiguiendo a los niños. Las risas se convirtieron en gritos nerviosos y carreras. Mi traje se activó automáticamente: impulsos hacia arriba, giros a los lados y un descenso rápido detrás de una nube de polvo levantada por la calle. La adrenalina me recorrió como fuego líquido, y por un instante, me sentí exactamente igual que ellos: parte del juego, aunque invisible.

El misterio del callejón del perro dormilón

Decidí seguirlos hacia un callejón lateral, donde se decía que guardaban los secretos de todas sus travesuras pasadas: piedras pintadas de colores, tiza para dibujar en el suelo y pequeños cohetes que explotaban en chispas. Mientras avanzaba, sentí que el callejón tenía vida propia: los tendederos colgaban formando laberintos, y cada sombra parecía moverse con intención propia.

Allí me encontré con un perro viejo, dormido sobre un montón de cartones. Era imposible atravesar el callejón sin que lo notara, así que activé las turbinas suavemente, flotando apenas unos centímetros sobre el suelo, moviéndome con cuidado. Pero el perro se despertó. Sus ojos brillaban, grandes y amarillos, y por un instante creí que me había descubierto. Di un giro rápido hacia atrás, me escondí detrás de un barril de basura y contuve la respiración. El perro gruñó y se volvió a dormir.

Los niños estaban a pocos metros, riendo mientras colocaban tizas de colores en el suelo, dibujando rutas secretas y pistas que solo ellos podían entender. Me sentí atrapado entre la maravilla de su ingenio y la impotencia de no poder interactuar. No podía detenerlos, pero tampoco podía dejar de observar.

El asalto de la harina y el globo

La última fase de su plan comenzó al atardecer. Dos niños corrieron hacia la puerta del almacén del barrio, mientras otro escondía globos de agua y harina detrás de los arbustos. La risa era contagiosa, y por un instante, la urbe desconocida se transformó en un escenario de juego.

Me elevé sobre ellos, planeando silenciosamente, observando cómo cada broma encajaba perfectamente en su caos controlado. Pero un globo mal lanzado explotó cerca de mí, levantando una nube de polvo que me obligó a cubrirme detrás de un poste de luz. Mi traje vibraba con fuerza, pero logré mantener el equilibrio y no caer al suelo.

Desde mi escondite, vi cómo los niños corrían, reían, se empapaban con agua y se manchaban con harina. Todo era un espectáculo de inocencia y creatividad, y sentí nuevamente ese dolor que no podía explicar: el dolor de la alegría pura que no podía tocar, de la libertad que debía observar desde arriba.

El vuelo solitario sobre la ciudad

Al final, cuando las travesuras terminaron y los niños se dispersaron hacia sus casas, me elevé más alto, sobre tejados, antenas y chimeneas. La ciudad parecía respirar a mi alrededor: luces que parpadeaban, humo que se enroscaba en el aire, tendederos moviéndose suavemente con la brisa.

Desde arriba, pensé en cada broma, en cada risa, en cada nube de harina que flotaba aún sobre el pavimento. Mi misión no había concluido; no había descubierto al cerebro de las travesuras ni intervenido en sus planes. Pero algo había cambiado dentro de mí: comprendí que no se trataba de capturar ni detener, sino de observar, aprender y proteger, aunque solo fuera con mi silencio y mi vuelo.

Me alejé lentamente y brillante, flotando entre nubes de polvo y tendederos de ropa feliz y dormida, jurando que volvería. Volvería cada día que las travesuras fueran necesarias, que las risas escaparan y que la ciudad desconocida necesitara un guardián invisible entre los cielos bajos de los tejados. Porque, al fin y al cabo, la urbe no era peligrosa; era un tablero de juegos y bromas y yo, el soldado volador, podía volar entre nubes de polvo, tendederos, secretos y sueños, siendo testigo silencioso de la alegría de los demás.



Cuentos infantiles

SERGIO ALEJANDRO CORTÉZ

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